martes, 25 de noviembre de 2008

El viaje

Un viaje anónimo. Abrazos por donde estés, gracias.

Durante tres días mi madre y yo viajamos en diferentes buses desde Cali, Colombia, hasta Maracay, Venezuela. No son muchas las cosas que recuerdo, pero hay varios momentos que quedaron grabados para siempre en mi memoria. El primero de ellos es la salida de la terminal terrestre de Cali, a donde mi abuela y mi prima fueron a despedirnos. Ambas, cuando el bus arrancó, se ubicaron tras una pared de vidrio desde donde nos decían adiós con las manos. Mi prima lloraba. En los últimos años, ella se había encargado de cuidarme todos los días mientras mi madre trabajaba. Era la que me llevaba a la escuela y luego me recogía, además me ayudaba a hacer las tareas y se encargaba de que me acostara a la hora indicada. Mi abuela, por su parte, cocinaba y mantenía limpio el rancho de bahareque donde vivíamos los cuatro. Fue ella la que más motivó a mi madre para que emprendiera el viaje a Venezuela. El objetivo era que trabajara algunos años y reuniera el dinero suficiente para regresar y demoler el rancho y en su lugar levantar una casa de ladrillo. Años atrás mi madre había rechazado varias propuestas que le hicieron para ir a trabajar a los Estados Unidos, pero esta vez aceptó el viaje a Venezuela porque sí podía llevarme con ella. Íbamos a vivir en la casa de mi tía, la hermana mayor de mi madre, una mujer que desde su juventud se había ido del país junto con su esposo. Yo sólo comprendí la magnitud del viaje cuando observé, desde la ventanilla del bus, cómo mi prima lloraba tras aquella pared de vidrio mientras nos decía adiós con la mano.

Cuando desperté me puse a llorar porque descubrí que mi madre me había abandonado en aquel bus. No tenía ni idea del lugar en que ella se había bajado, ni siquiera sabía qué territorios oscuros eran los que veía por la ventanilla, esas ráfagas de sombras que pasaban veloces. Lloraba sin saber qué hacer, quería regresar a mi casa. Lo único que se me ocurrió fue ir a la cabina a pedirle ayuda al conductor. Toqué con desespero la pequeña puerta de acceso. Entonces mi madre me abrió. Estaba ahí porque en ese lugar le permitieron fumar el cigarrillo que necesitaba desde hace rato para convertir en humo el dolor de haber dejado atrás a mi abuela y a mi prima. Ambos nos abrazamos, yo dejé de llorar, ella no.

De una manera borrosa recuerdo los hoteles de Bogotá y de Cúcuta, a donde sólo ingresamos a bañarnos y a cambiarnos de ropa para salir de inmediato hacia la terminal a abordar otros buses. Pero lo que sí tengo muy presente, aunque no sé en qué trayecto ocurrió, fue el trivial accidente que dejó ciego a un anciano. Sólo nos dimos cuenta de lo que había ocurrido cuando la Policía detuvo el bus en un pequeño pueblo. Uno de los uniformados se subió y preguntó en voz alta que quién fue el que unos kilómetros atrás arrojó una botella de Coca-cola por la ventanilla. Una niña que viajaba con sus padres levantó la mano con una gran sonrisa de felicidad, como si estuviera a punto de responderle a su profesor la pregunta más difícil de la clase. El uniformado le ordenó a toda la familia que bajara del bus y sacara las maletas. Algunos pasajeros y el conductor también bajaron a enterarse de lo que ocurría. Luego subieron y nos contaron todo. La familia iba a ir a la cárcel porque la botella que lanzó la niña quebró el parabrisas de un carro que pasaba en ese momento al lado del bus. Las esquirlas de vidrio habían desgarrado los ojos del anciano que conducía.

No tengo más recuerdos de aquel viaje. Los miles de kilómetros que recorrimos en aquellos tres días me parecen hoy como un inmenso túnel oscuro que me transportó a otro mundo. A los pocos días de haber llegado a Maracay yo era un niño feliz que estaba bajo el cuidado de mi tía. Durante los tres años que viví en esta ciudad nunca extrañé a mi prima ni a mi abuela. En cambio mi madre, que se pasaba todo el día trabajando como cuando estábamos en Cali, lloraba cada vez que las llamaba por teléfono.

Anónimo